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La vida es puro ruido entre dos insoldables silencios Muchas veces me pongo a pensar sobre como las coincidencias marcan nuestros pasos futuros, que cada instante en la vida determina lo que viene más adelante, y que por lo mismo la vida es un puzle de momentos grabados en la memoria como fotografías en un árbol familiar. Ahora te veo, semidormida en tu cama de bronce oxidado, y me da miedo despertarte, porque viéndote así, tan pequeña tan lejos de aquí, tan presente, y tan muriendo, soy el mundo entero, sin barreras para quererte. Me siento fuerte. Madre, cuantos pasos hemos caminado para estar ahora aquí, para por fin convertirnos en agua sin ocultarnos la mirada. He sido antes la vida robada de tu vientre y voy a entregar vientres al mundo que me parirán cuando muera en sus ojos. Y ahora estoy aquí, tan cerca de ti, tan muriendo en ti, tan viviendo en ti. Somos lo que somos madre, padecemos de la misma vida, y lograremos tocarnos en la misma muerte. Pero ahora te miro, con el pelo suelto sobre las sábanas, con el gris de tus ojos camuflado por los párpados pesados, y sólo encuentro historia tras de ti, historia que está a tiempo de ser cosechada, y que tengo fichada en el recuerdo. Como esas tardes de sol, en que nos tirábamos en la tierra húmeda a comer duraznos, que me contabas cuentos de reyes, de guerreros, de sangre en campos de batalla, de mil duendes de colores y casitas de gnomos. Me pintabas los sueños con la historia de tu vida, la que repetías en formas distintas, que me parecía tan lejana y especial, y que ahora comprendo que la narrabas sin tener claro lo que realmente pasó, y que fui yo el instrumento, un espejo en que se reflejó tu paisaje, tus vivencias, tu vida. Llegó el momento de resumir. Recuerdo perfectamente cuando tu me dijiste que a veces la unión de dos personas esta escrita, predestinada, o simplemente la alineación de los planetas está ordenada de tal forma que sus latidos se funden en uno desde la distancia hasta encontrarse. Manuel recorría Santiago nocturno y sin estrellas en el escarabajo destartalado y alaraco del Negro. Desde la parte trasera del auto dirigía a su amigo hacia el lugar que despedía ese olor dulzón que lo empezaba a atormentar. El Negro conducía can la mirada perdida y el corazón agitado, veía sólo sombras a su paso, estaba tan mareado que no se detuvo a buscar el lado lógico de la persecución... La esencia venía de una casa no muy lejos de donde ellos circulaban. Martina inventaba un almíbar de miel y canela bañada en dulce de caña, para tu torta de cumpleaños. Pero estaba tan distraída que dejó la mezcla a un lado y se puso a mirar el edificio que construían al frente, se apoyó en el marco de la ventana y suspiró pensando en como la ciudad se volvía cada vez más gigante y prepotente. Derrepente algo interrumpió sus cavilaciones, al voltearse vio su almíbar convertido en una pequeña llama, y comenzó a soplarla, pero sus intentos fueron en vano porque el rojo encendido del fuego creció más, hasta envolver toda la cocina. La mujer continuaba soplando y escupiendo aterrada desde una esquina, y la llama, al avanzar hacia ella se reflejaba en sus cabellos rojos, formando una repetición de imágenes prendidas. En eso, Martina cerró los ojos y se puso a llorar, claro que no lo hacía por miedo, sino porque el humo le produjo una picazón tan insoportable que las lágrimas brotaron en contra de su voluntad. El llanto avanzó como rocío hacia el fuego, el cual se tornó azul y comenzó a dar vueltas en remolino hasta formar una brisa que se escapó por la ventana, avanzando por la cuidad e impregnando las calles de un olor insoportablemente dulce. Martina abrió los ojos y se llevó las manos a la cabeza, pudiendo comprobar que lo único que se quemó en el lugar fue su enorme cabellera colorina, que ahora estaba esparcida por el suelo en forma de cenizas. Lo cierto es que siempre que llegaba esta mujer de visita algo extraño sucedía. Martina iba y venía de la casa, todos ahí esperaban expectantes sus nuevas historias, siempre llegaba de sorpresa interrumpiendo la armonía del lugar. Esta vez la vieron entrar vestida de hindú con una túnica azul bordada hasta los pies y un lunar enorme pintado en la frente, dejando a su paso impregnado el olor a sándalo, de sus inciensos para relajar el cuerpo y serenar la mente. Habían pasado ya tres días de su regreso y sucedió el accidente en la cocina, lo que la obligó a ponerse pañuelos orientales enrollados sobre su cabeza calva. Quien más agradecía las visitas de Martina, era Don Carlos, quien luego de la muerte de sus esposa, se confundía en la quietud de sus sueños, pasaba durmiendo para olvidar, o tal vez, para acercarse a la muerte y dejar de existir. Pero el egoísmo de sus pensamientos se opacaba al recordar a sus tres hijos, y como una forma de revertir su ausencia los ahogaba con regalos sin sentido, triplicaba sus aprensiones y no los dejaba un minuto en paz, preguntándose como eran las vidas de estos perfectos extraños que crecían frente suyo, con una mezcla de indiferencia, desconfianza y ternura. Por lo mismo, sentía que al llegar esta mujer fuerte irradiando vida, con un cofrecito de anécdotas y canciones, despejaba su visón y todo se tornaba claro. Podía soñar tranquilo y morir despierto sin remordimientos. Martina llegó a la familia por vía marítima. Cuentan que desembarcó en Valparaíso un invierno, entre lluvia y viento frío. Venía arrancando de una tropa de Turcos a quienes estafó vendiéndoles piezas de cobre falso y estos la perseguían para matarla a palos por el engaño. Bueno, esta es su versión. Bastante más interesante que la tuya, porque insistes en que llegó escondida junto a la mercadería del barco, porque la comida Turca le provocó una alergia feroz, y como no soportó la picazón y las ronchas, tuvo que internarse ilegalmente en la oscuridad del único barco con destino a Sudamérica que encontró, y luego de vagar por varios países cercanos desembarcó en el puerto de Valparaíso. Esa tarde luego de llegar, Martina recorría la costanera perdida en sus pensamientos y comiendo un trozo de pan de pascua, con el pelo y las maletas empapadas y los nudillos morados por el frío eléctrico del ambiente. Entretanto, Analena caminaba haciendo equilibrio contra el viento en la barra de la vereda, parecía una niña jugando bajo la lluvia encerrada en ilusiones, y en planes para después, pero, al ver a esa mujer con fuego en el pelo y la mirada, que caminaba con el cuerpo aquí y la mente en un lugar muy lejano, quedó perpleja obserbándola y sus pupilas se cruzaron en un segundo. Desde ese momento las dos mujeres supieron que su destino estaba escrito y que les tocaría caminarlo juntas. La abuela era una mujer indecisa y poco constante, su nombre, Analena, le daba un toque de seguridad y dulzura que encantaba. A ratos parecía pequeña, jugaba con en cualquier lugar, se reía de la simpleza de las cosas y siempre tenía en la mirada chispas de sensualidad y misterio. Definitivamente le coqueteaba a la vida en forma descarada. Tenía dos hijas con Carlos, Elisa y Amanda, y estaba encinta nuevamente, acarreando un pesado vientre, en el que dormía un niño acurrucado, y sin intenciones de despertar. Martina y Analena se sentaron juntas ese día en el borde de la muralla de piedras de la costanera, y desde aquella tarde, cada vez que pudieron se sentaron a divagar absortas en sueños y realidades, pactando así su complicidad y jurando fundirse en una misma muerte infinita y eterna. Antes de enterarse de que esperaba su tercer hijo, Analena estaba sumida en una depresión ahogada y oscura, todo en la casa había cambiado junto a ella, sus ojos, antes azules, se volvieron grises y ahora miraba como un gato huidizo y lleno de miedos. El cabello comenzó a crecerle en una carrera contra los segundos, llegó a tenerlo tan largo que lo arrastraba al caminar. Se olvidó del arriba y del abajo, se olvidó de su vida, de sí misma y de los demás. Las niñas vagaban por los pasillos y la buscaban en silencio, era un juego de llamados hechos una canción, tal vez este juego de mentes pequeñas la hicieron volver a la tierra. Nunca nadie supo el porque de su caída, todos buscaban explicaciones, Carlos la vigilaba a cada momento, por las noches la apretaba contra su cuerpo para sentir su tibieza, pero ella era una muerta en vida, como alguna vez llegó a ser él años después, y tenía el cuerpo tan frío que ella misma llegaba a temblar, su piel estaba tan blanca que parecía una película ajustada a su silueta. Su marido, intentando rescatarla, llenó la casa de espejos de colores, en todas las paredes colgaban como queriendo burlar la realidad. Brillaban en la casa con su luz de arcoiris, formando un mar de ondas moradas, violetas, verdes y azules. También contrató nuevas empleadas que se encargarían de todo en la casa, para atender a su mujer y a sus hijas. Un día llegó a la casa la Mafa, una mujer gorda, de pelo negro y mirada dura, que aseguraba que les regalaría los platos más deliciosos de su vida. La Mafa observaba a la familia con el ceño fruncido y meneaba la cabeza al ver a Analena paseándose como un fantasma por las habitaciones. Le enojaba el infantilismo de esa mujer extraña que dejaba a sus hijas bailando en el barro. Pero Analena nisiquiera supo quien era aquella mujer, su estado no le permitía ver a los demás. La causa de su muerte temporal y despierta nunca la supo contar, pero a veces yo misma me siento como ella, claro que su forma de escapar del mundo era física, inerte y alejada, en cambio yo alcanzo a ser más cínica y escondo mi debilidad. Tal vez de tanto ocultarla tengo una coraza de madera que me envuelve. Pero esta armadura que intenta mentirme, me aleja. Y yo pienso que hay mucho fuego por descubrir, y que mis escudos pueden arder dejando lo más puro de mi frente al sol. Eso me aterra. Pienso que me gustaría dormir y no despertar en mucho tiempo, como Ismael que dormía en el vientre de mi abuela y que le devolvió la luz a su mirada, no así el color y la transformó en una serpiente que mudó su piel, y volvió a brillar con el día. Amanda y Elisa pasaban tardes enteras en el jardín, revolcándose en la tierra, comiendo caracoles, dándole vida a sus enanos de barro y revolviendo sus sopas de arcilla y musgo. Por las noches la Mafa llegaba y encontraba a las niñas durmiendo sobre la hierba. Amanda apoyada en el vientre desnudo de su hermana dibujaba hombrecitos en el piso hasta encontrar el sueño, y se quedaban así hasta que llegaba la nana, quien las arropaba en su chal y las cargaba, en el trayecto las dos fingían dormir, pero lo cierto es que el baile de su cuerpo al caminar las despertaba hasta llegar ala cocina. Las niñas pasaban la noche durmiendo en el regazo de esta mujer, y con el vapor de la cena cerraban los ojos hasta la llegada del sol. Una noche, Analena comenzó a transpirar, se daba vueltas en la cama de un lado a otro, fue tanto el calor que no lo pudo soportar y se levantó ahogada. Esa noche supo que estaba encinta por tercera vez. Se levantó de la cama y bajó al primer piso arrastrando el cabello por las escaleras, al llegar a la cocina, se dio cuenta de su ausencia descubrió a sus dos hijas aferradas a una mujer a quien no había visto jamás, sumidas en un sueño sereno, acurrucadas en sus brazos, con las manitos sucias, y en el cabello pedazos de hojas secas, alumbradas por un hilo de luz y pelusas que se colaba por una rendija de la pared, tiñendo la imagen de azul de lunas. Se quedó así arrodillada prendada de esa visión, intentando absorber esa paz y llorando callada ante aquel abandono. De este modo supo la falta que hacía y jamás volvió a dejar solas a las niñas ni a nadie, incluso luego de su muerte, continuó estando presente. Y es en este punto donde me quiero detener, ya que éstas definen destinos, la levedad o el peso de una muerte trazan el curso de vidas futuras. Esa tarde llovían hojas de secas de otoño, y en el hospital Analena sufría el final de su cáncer, atada a las manos de Martina se entregaban sus últimos respiros, y sellaban una promesa. Las dos mujeres estuvieron juntas largos minutos comunicándose con el soplido de la respiración, a veces pausada y otras agitada, como un resumen de sus vidas. En el momento en que Analena apretó las manos de su amiga esta supo que estaba volando lejos de allí, y las apretó con tanta fuerza que Martina recibió de golpe toda su energía y explotó en un juego de emociones, tan buscó, tan dulce y transparente que rompió en un llanto callado y profundo, sin lágrimas ni expresión. Esta fue la última vez que lloró en su vida. Estas dos mujeres soñaron juntas con un mundo ideal, más libre, con más amor y más justicia, vivieron juntas la revolución jippie, llenaron la casa de móviles con el signo de amor y paz y buscaron el equilibrio junto al ying-yang. Mi abuelo Carlos estaba loco de nervios, decía que no podía encontrar a su esposa en aquella mujer llena de pulseras y collares, con un pañuelo teñido en la cabeza, sentada como indio en la alfombra del living, respirando esencias y purificando el espíritu. Ismael nació en enero, en la sala de espera del hospital, el calor era insoportable y todos corrían ante la emergencia del alumbramiento precoz. El niño nació dormido, no lloró y abrió los ojos doce horas después de nacer, le pareció que el mundo tenía más luz de lo que imaginaba, al salir de su estado de impresión, miró hacia arriba y vio a su padre mirándolo extrañado, con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Cuando Ismael cumplió cinco años, Amanda tenía diez y Elisa catorce, la mayor vivió toda su adolescencia entre sahumerios y conjuros, sin saber que toda la magia de la casa, que todos los inciensos y los espejos de colores perderían la vida al detectarse el cáncer terminal que se llevó a su madre. Analena no encontrando la manera de sobreponerse a su próxima muerte, se pintó el pelo de colores después de hacerse el ?afro?, e instaló una tienda de ropa y cerámica. El médico le dio tres meses de vida, pero al contrario de toda suposición, vivió dos años más. En este lapso de tiempo entregó cada minuto a sus tres hijos y a su tienda ?La Anatómica? Amanda cumplía doce años y cada día se parecía más a su madre, heredó los ojos grises, hijos de una depresión y las manos blancas de surcos profundos. Las dos tenían una afinidad amasada en otras vidas, por las tardes bajaban al subterráneo y cantaban ?hey, Jude? y ?yellow submarine? con la música al máximo, se olvidaban de la muerte y la realidad, gritaban hasta quedar sin voz y bailaban en una coreografía inventada y descordinada. Lo que no sabían es que Ismael se escondía tras las ventanas empeñadas y con los dedos dibujaba un círculo por el cual miraba a su madre y a su hermana transpirando felicidad. El día en que Analena murió llovía a cántaros sobre Santiago y una paloma empapada y gris como sus ojos, se interpuso entre sus manos y las de Martina, y aspiró su último aliento, luego salió volando contra el viento. Dicen que la abuela se parecía a ti, me la imagino en la cama del hospital con el pelo suelto enredado en las sábanas, igual que tú en este momento. Analena murió, y antes de transformarse en una roca fría, los miró a cada uno y les dijo adiós. Carlos la quedó observando y supo que nunca más podía amar a nadie tanto como a ella, no derramó lágrimas aquel día, se mareó un poco y se apoyó en la ventana, evocando el momento en que conoció a esa mujer que veía desvanecerse. Y la recordó caminando sobre un roquerío en Cartagena, con el vestido impreso en la piel, ya que el viento intentaba empujarla hacia abajo sin lograrlo. Era madrugada y él caminaba intentando ordenar sus pensamientos, y al verla se escondió en los árboles para observarla más detenidamente, mientras Analena se desnudaba y saltaba al mar, confundiendo su imagen con el verde de las aguas, espejo del musgo de las rocas. Esta ilusión esmeralda teñía el blanco de su piel virgen entregada al oleaje, enredando su cabello con las algas, hasta formar un cielo entre la quietud de las aguas y el serpenteo de su cuerpo claro al avanzar. Carlos se enamoró de aquella mujer en ese momento y sin pensar que hacía corrió mar adentro y la tomó entre sus brazos, pudiendo observar que Analena no respiraba. Supuso que el mar no pudo soportar su cuerpo flotando en la corriente sin poder amarlo, y se metió dentro de ella para hacerla suya, ahogando sus minutos. Y en un intento desesperado la apretó fuerte contra su pecho, igual como lo hiciera años después, cuando murió temporalmente sin que el mar interviniera, y uniéndola a su cuerpo la despertó con su aliento, que la envolvió como una nube y la volvió a la realidad. La muerte llevó a la casa un aire de hielos, en las noches los niños escuchaban llorar a su padre y lo veían despertar sereno, fingiendo y sin expresión en la cara. Elisa sentía ahora el peso de ser la mayor, sin que nadie se lo exigiera peinaba a Amanda, le cantaba a Ismael, quien había perdido esa capacidad única de dormir a cada rato y necesitaba de arrumacos y cariños para conciliar el sueño. Así pasaron los años, la casa, que ya les quedaba grande, cada uno tenía un reino propio dentro de ésta. Amanda vivió su adolescencia entre pasillos helados, los gritos de su hermana, la vereda larga de Camino del Alba y el colegio. Nunca se mudaron de allí, ya que Carlos tenía oculto del sentimiento de que si se marchaban a otro lugar, el espíritu de su mujer viajaría sin rumbo, extraviado sin poder encontrarlos. Por la noches corría a refugiarse en los consejos de la Mafa, quien aún dormía en la cocina, envuelta en su chalcito, aspirando el vapor de la cena. Don Carlos, llegaba cansado todas las tardes de la consulta, era un dentista prestigioso y se escondía en su trabajo para ocultar su pena. Él se volvió a casar, pero este matrimonió no duró mucho y esta última ruptura consiguió secar su corazón dejándolo aislado y aparentemente infeliz, envejeciendo sólo y mirando a sus hijos como perfectos extraños, nacidos en otra vida dentro de esta misma. Ahora pienso que debiste tener un vació y que esperabas la oportunidad de llenarlo, que todos esos años de pasillos fríos y de visitas a la cocina no hicieron más que alimentar tus ansias de vida. Recuerdo cuando soñé que tenías doce años, Amanda. Vestías un abrigo a cuadros, llevabas el pelo en media cola atado con una cinta blanca y el resto suelto sobre los hombros. Estabas de pie al centro de una torre hueca, como un silo para guardar granos, donde volaban cientos de palomas. la voz de la abuela me decía: Amanda ha muerto. Yo corría a sujetarte por el cinturón del abrigo, pero comenzabas a elevarte arrastrándome contigo y flotábamos livianas, llévame, te suplicaba. De nuevo la misma voz resonaba en la torre: nadie puede ir con ella, ha bebido su porción de la muerte. Seguíamos subiendo y subiendo, tú alada y yo decidida a retenerte. Arriba había una apertura pequeña desde donde se veía un cielo azul con una nube blanca y perfecta, como un cuadro de Magritte, y entonces comprendí horrorizada que tú podías salir, pero la ventanita era demasiada estrecha para mi. Intentaba sujetarte de la ropa, te llamaba y no me salía la voz. Sonriendo vagamente escapabas haciéndome una señal de adiós con la mano. Durante unos instantes preciosos podía ver cómo te alejabas cada vez más alto y luego yo comenzaba a descender dentro de la torre en medio de una turbulencia de palomas. desperté gritando tu nombre. A lo que tu respondiste y me acariciaste calmándome, tardé varios minutos en recordar que estaba en mi cama y que tu estabas mayor y a mi lado. Cálmate, no se trata de un mal presagio, esto nada tiene que ver con migo. Tu eres todos los personajes del sueño me explicaste- Eres la niña de doce años que todavía puede volar libremente. A esa edad se te acabó la inocencia, se murió la niña que tu eras, ingeriste la porción de la muerte que todas las mujeres bebemos tarde o temprano. ¿has notado que en la pubertad se nos acaba la energía de amazonas que traemos desde la cuna y nos convertimos en seres castrados y llenos de dudas? La mujer que se queda atrapada en el silo, eres tu también, presa de las limitaciones de la vida adulta. La condición femenina es una desgracia, hija, es como tener piedras atadas a los tobillos, no se puede volar. ¿ y que significan las palomas? el espíritu alborotado, supongo... Cada noche los sueños me esperan agazapados bajo la cama con su cargamento de visiones terribles, campanarios, sangre, lúgubres lamentos, pero también con una cosecha siempre fresca de imágenes furtivas y felices. En el mundo de los sueños hay paisajes y personas que ya conozco, allí exploro infiernos y paraísos, vuelo por el cielo negro del cosmos y desciendo al fondo del mar donde reina el silencio verde, encuentro decenas de niños de todas clases, también animales imposibles y los delicados fantasmas de los muertos más queridos. Ese día cumplías 17 años, y el olor del almíbar fallido tenía a toda la casa revolucionada, Martina les contaba con lujo de detalles su experiencias con las llamas, mientras Elisa le acomodaba el turbante improvisado y ponía especial atención a su relato del incendio. Amanda tomó su abrigo y salió a la calle a caminar, prendió un cigarro y comenzó a equilibrarse en las barandas de la vereda, sin nisiquiera suponer que esta costumbre estaba presente en la familia desde generaciones pasadas. Avanzaba distraída tarareando a la Joan Baez en voz alta, cuando sintió que un auto comenzaba a perseguirla, se agitó el corazón, pero se hizo la tonta cantando forzadamente para no perder la calma. Depronto el auto prendió las luces y su silueta se repitió en las paredes de las casas vecinas, bruscamente dio media vuelta y pudo ver, junto a un suspiro, a su amigo el Negro conduciendo el escarabajo y haciéndole señas desde adentro. Amanda corrió hacia el vehículo con una mezcla de felicidad y alivio, abrazó a su amigo largo rato, como suponiendo que le llevaría hacia las puertas del camino, el que tendría que recorrer para llenar su vacío, y vivir de verdad. El Negro, intentando salir de su estado drogado e ilusorio , se puso a pensar cómo llegó asta ese lugar, y terminó suponiendo que Amanda tenía una fuerza especial que lo llamaba. Sin acordarse de que Manuel lo acompañaba y lo guió siguiendo un olor raro. Súbete, aprovechas de acompañarnos... Amanda ya arriba del auto, miró hacia atrás y pudo ver a Manuel durmiendo, apoyado en el vidrio, dejando el cristal empapado de su aliento nocturno. Sintió algo extraño con aquel hombre, su imagen despertaba instintos de abrazarlo y dormir para no despertar nunca más, por lo mismo la tatuó en su mente. Mientras Amanda miraba a Manuel, e imaginaba sus ojos abiertos, su porte, las palmas de sus manos, su risa. El Negro se detuvo y la miró extrañado de su silencio, siendo que lo normal hubiera sido hablar sin parar, y reírse con sus sonidos de cataratas, pedirle que acelere y poner la radio o algo así. Pero Amanda no respondía y se mantenía callada, con algo inquietante en la mirada. Se bajaron del auto, todavía en silencio, y tomados de las manos se subieron a una piedra negra a la deriva del camino, de la cual se veía Santiago iluminado. Amanda se sobrecogió al sentir que esta imagen se le venía encima. Sintió un que un espacio se abría en su interior al atravesar este universo de luciérnagas encendidas y palpitantes que reflejaban su futuro lleno de capillas y precipicios con puentes seguros e inestables. En eso abrazó efusivamente a su amigo que en todo ese rato no hizo más que contemplarla y buscar que era aquello que la tenía tan ensimismada, pero Manuel los interrumpió con un bostezo descomunal, estirándose exageradamente, sin saber donde estaban, aunque realmente eso lo tenía sin cuidado. Miró a esa mujer, con mirada de niña, y con una expresión de picardía le hizo una seña como forma de saludo. Luego de este encuentro Manuel inconscientemente repetía la imagen de Amanda, la evocaba desde dentro, la transformaba, la agrandaba, la imaginó, soñó con su cabello claro y que de tan largo se movía junto a sus caderas al caminar. Recordó constantemente la forma de su sonrisa, al saludarlo, y luego como bruscamente miró hacia el piso, como intentando esconderse, tratando de alejar lo inevitable, pero al mismo tiempo evaporando sensualidad y un llamado. La segunda vez que se encontraron fue en una fiesta un año después. Manuel fue de mala gana, acompañando al Negro, pero ya se había comprometido y aunque el cansancio lo tenía prácticamente derrotado, penso que era mejor ir, a pelearse con su amigo. Eran ya las doce cuando el humo y la música terminaron por atormentarlo y salió a tomar aire al patio trasero, se sentó tranquilo y prendió un cigarrillo, clavó los ojos en el cielo, y en las estrellas que abrían paso al esplendor y magnificencia de la luna. De a poco bajó la vista hacia la tierra, y se detuvo en el reflejo luminoso de los rayos lunares en un cabello castaño que caía sobre los hombros y ondulado bajaba por la cintura hasta las caderas, de una mujer que se dispersaba como rocío al ser atravesada por el humo de su cigarro. Callado se dedicó a estudiarla, recorriendo con la mirada aquel cuerpo claro, mareado de belleza sutil, quedó helado al constatar que se trataba de aquella niña que conoció, un año atrás y que caminó por sus sueños. Ahora la tenía en frente, y luego de haberla amoldado a su medida en fantasías, de haberla imaginado y transformado, hasta convertirse en un ser casi alado, y lejano a la realidad, la tenía a pocos pasos. Y al verla así, tan lejana sus invenciones, descubrió que su simpleza era mucho más hermosa, y que moriría si no la sostenía entre sus brazos, y la confundía con su cuerpo formando uno sólo hasta el final. Amanda se volteó hacia él y lo saludó con una sonrisa, comprendiendo que aquel hombre era quien borraría cualquier vacío en su vida, y que sus destinos estaban atados. Sin necesidad de palabras se tomaron de la manos y se dirigieron a una terraza aparte de la casa. Por primera vez en la vida podían amarse libremente. Había una fuerza mayor que los unía como imanes opuestos, se besaron efusivos, fundiendo las palmas de sus manos, tatuándolas en la piel, girando junto al viento. Estaban cegados de tanta espera liberada, y un silenció helado atravesó entre sus cuerpos, por lo que se abrazaron más fuerte, y no alcanzaron a notar que en una esquina de la terraza estaba Analena, despidiéndose de su hija por última vez, ya que en todos esos años la había acompañado a ratos, y calmó sus miedos apagando el frío inmenso que sentía si hija a veces. Pero ya no, no la necesitaba, habían encontrado a quien la sustituya, al igual que Elisa, quien vivía en Canadá con su marido y su hija pequeña. Luego de decir adiós, se evaporó. La pareja se miró con infinita ternura, y luego de fundirse en un beso caminaron desnudos por un bosque pequeño jurándose amor por siempre. Luego de esta fiesta, Manuel y Amanda continuaron viéndose, cuando no lo hacían físicamente, era en sueños, soñaban constantemente y así se podían unir y no dejarse más. En el vientre de Amanda comenzó a crecer una niña, que fue la razón para que decidieran irse lejos de Santiago, a un lugar virgen, donde puedan crear una vida, que antes pertenecía sólo a ilusiones. Tomaron sus mochilas y sin siquiera preguntar se lanzaron a la carretera asta encontrar quien los guíe hacia este lugar. Pasaron días enteros avanzando, y los mantenía en pie la esperanza de libertad. Y esa libertad la encontraron en una isla del sur, en uno de sus esteros construyeron su mundo, junto a otros amigos con ideales parecidos, para así compartir su visión del mundo y ayudar a formar un lugar donde sus hijos se merezcan vivir. Llegaron a Chiloé de la mano, mirando extrañados el entorno, un paraíso de islas de verdes matizados, y de mar peleando territorio con el cielo, formando un espejo de nubes y lunas transparentes y deformadas por las olas. Había un viento que traía lluvia transversal con sigo y era tan fina e invisible que llegaba a mojar la piel colándose por entre los tejidos de la ropa. El frío era inmenso y los dos estaban tan desubicados que se embarcaron el primer bote que encontraron, trasladados por un chilote de piel curtida y brazos gruesos, que no hizo más que hablarles de los animales y las siembras congeladas en el invierno. Hacía tanto frío que se llegaron a dormir y los amantes comenzaron a tiritar, escarchados y abrazados bajo una piel de oveja, en medio del mar y de la tormenta, con un hombre de buena fe, que arriesgaba su vida y perdía la cena caliente por llevarlos al estero cuatro horas más allá. Llegaron a la casa de sus anfitriones morados de hipotermia, pero fueron inmediatamente atendidos por varias mujeres, las cuales los desvistieron y fregaron con infusiones y hierbas medicinales hasta despertarlos con su tibieza y sacarlos de su sueño en hielo. Al volver en sí, descubrieron que no eran los únicos invitados, se alegraron al ver que había mucha más gente en el lugar, todos venían de distintas partes del país, con anhelos de unión en busca de armonía y libertad. De a poco comenzaron a construir una cabaña provisoria junto al estero, Manuel pasó todo el invierno clavando tablas de ciruelillos, cortadas por él, y sobrepuestas en bruto, hasta que todo comenzó a tomar forma y a levantarse, pudiendo reflejar un futuro que empezaba a caminar y a elevarse. Mientras tanto Amanda pintaba lienzos gigantes con óleos, tiñendo telas de sombras y luces entrelazadas. Por las tardes se reunía todo el grupo en la casa del centro en torno a un cirio y respiraban profundo hasta relajarse al unísono en largas sesiones de Yoga y Sicocalistenia, purificando el cuerpo y el espíritu. Todos los ahí reunidos buscaban reencontrarse con algo superior, digo ?reencontrarse? porque aseguraban que antes de nacer se estaba conectado a dios y que al abrir los ojos, respirar y sentir por primera vez, la impresión y el medio externo nos hacen perder la capacidad de evolucionar y elevarnos. Decían que el primer contacto de un recién nacido con una persona, lo hacen cambiar abruptamente ya que es tan vulnerable que capta todos los tipos de energía y se acopla a nuestro mundo. Amanda lucía un vientre enorme con orgullo, por las noches Manuel se aferraba a aquella barriga ovalada y perfecta, como buscando una respuesta de otro mundo, pero al sentir sus latidos profundos sabía que era una criatura tan terrenal como él. La noche en que Amanda dio a luz, todo en la casa estaba tranquilo, cada uno se preparaba para dormir, ya habían hacho las sesiones de respiración pausada y algunos tocaban guitarra en las esquinas. El aire se respiraba calmo, había una serenidad incómoda en la casa, la que se rompió con el grito de alerta de Manuel quien anunció las contracciones de su mujer entre histérico y nervioso, y caminaba de un lado a otro apretando las manos y repasando los manuales de partos naturales sin médicos. Fueron momentos de miedo, tensión, agitación y angustia los cuales se dispersaron al aparecer por entre las piernas una criatura cubierta se sangre y mucosidades, anunciando su llegada con un llanto estruendoso. La escena fue fotografiada por las velas que alumbraban, y el parto se reflejaba en los tiestos de madera con agua tibia, listos para limpiar a la criatura y calmar a la madre. Manuel recibió a Dulcinea en sus manos, comprobando lo pequeña que era. Amanda en cambio yacía recostada sobre una cama, envuelta en mantas de telar, transpirando frío y con las manos apretadas a otras dos mujeres, en teoría, expertas en partos naturales. El nuevo padre alguna vez pudo aprobar con argumentos tejidos y amasados la teoría de la perdida de la evolución al nacer. Pero ahora al ver aquella porción de él, durmiendo las palmas de sus manos, sintió que prefería transmitirle todas sus energías y verla crecer alimentándose del mundo, en vez de pensar en lo bueno que habría sido dejarla dormir el en vientre de su madre por la eternidad hablando trivialidades con Dios. A así nací, crecí entre bosques pintados de acuarela, entre ríos verdes y mar. Entre fango y fantasías de colores, y la huerta que tanto te costó levantar, un lugar donde al lanzar una semilla por el aire, esta germinaba sin permiso y se mezclaba como una enredadera con los árboles cercanos, formando una selva de hortalizas. Crecí y realmente recibí todo del mundo, desde lo más horrible a lo más hermoso e iluminado. Había momentos en que pensé que me hubiera gustado no nacer nunca para no tropezar y no tener que aprender nuevamente lo que alguna vez supe. Y ahora han pasado más años de lo que un amor puede soportar, más de lo que un amor que cuelga de sueños pueda soportar. Ya cada uno a tomado su rumbo y sus opciones. A hora estoy aquí junto a ti, acompañándote mientras te mueres tanto y tan rápido. Queda poco tiempo. Nos queda poco tiempo, madre. Y aunque fueran mil años, es poco el tiempo que nos queda ahora en que la muerte empareja tus costados. Se te hunden día a día los ojos, madre, se van alejando los ojos de las cosas tangibles, de lo inmediato, de este mundo que los otros no ven. La piel se te queda en los cosas que tus ojos no tocaron, la carne en los espacios donde estaba tu risa y tu voz. A llegado el tiempo de resumir, el tiempo de concluir. Pero de pronto adviertes que estoy aquí y nuestras miradas se cruzan, se abrazan sobre el aire de los otros, nuestras miradas se perdonan y humedecen en un pacto del ser que intenta sobresalir al ruido constante de la lluvia. Entonces, levantas imperceptiblemente tu dedo y yo lo sé, me inclino y tomo tu mano, tu mano huesuda ahora entre mis manos pequeñas y carnosas, te doy calor por las manos, voy hacia ti por las manos y me muero en ti por mis manos, que te entregan tibieza , entonces nuestros dedos entrecruzados, entonces amantes, entonces si, te duermes. autora: Lua Grimalt e-mail: lua_crecient@latinmail.com edad: 15 años Castro Chiloé |
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